La cicatriz by China Miéville

La cicatriz by China Miéville

autor:China Miéville
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ciencia Ficción, Fantasía
ISBN: 978-84-8421-660-5
publicado: 2002-01-01T05:00:00+00:00


25

Los dos días se hicieron tres y cuatro y luego pasó una semana, un día tras otro bajo la luz inexacta de aquella pequeña sala. Bellis se sentía como si se le estuvieran atrofiando los ojos, capaz sólo de ver sombras en el interior de la montaña y rodeada por tinieblas descorazonadas y carentes de límites precisos.

De noche, tenía que hacer las mismas carreras cortas para cruzar los espacios abiertos (con la mirada puesta en lo alto, anhelando ver las luces y los colores del exterior, incluso los colores chamuscados de aquel cielo). Algunas veces llegaban hasta ella los zumbidos de mosquito de las mujeres, y sentía un terror abyecto; otras veces no, pero siempre se acurrucaba cerca de los cactos o los costrosos que la protegían.

En ocasiones oía los sonidos y murmuraciones de las anophelii en el exterior de las grandes ventanas-tubo. Las mujeres mosquito eran horribles y fuertes y su hambre era un impulso de una potencia casi elemental. Matarían a cualquier ser de sangre caliente que desembarcara en su isla, podrían beberse un barco entero y luego tumbarse hinchadas a descansar en la playa. Por todo ello, había algo indeleblemente patético en las mujeres de aquella isla gueto.

Bellis ignoraba qué cadena de acontecimientos había permitido la existencia del Reino Malarial. Pero le resultaban inconcebibles. Resultaba imposible imaginarse aquellas criaturas chillonas en otras costas, asolando medio continente con su mezquino terrorismo.

La comida era tan monótona como el lugar. A Bellis se le había entumecido la lengua por el sabor del pescado y la hierba y masticaba con resignación los seres marinos con sabor a herrumbre que los cactos cogían en la bahía y las raíces comestibles que les traían.

Los oficiales de Dreer Samher los toleraban pero no confiaban en ellos. El capitán Sengka seguía maldiciendo en Sunglari a los cactos de Armada, llamándolos traidores y renegados.

Conforme iban progresando febrilmente en las matemáticas, la excitación de los científicos iba en aumento. La montaña que formaban sus notas y cálculos empezaba a ser gigantesca. La llama que distinguía a Krüach Aum de sus compatriotas —y que Bellis consideraba verdadera curiosidad— iba en aumento.

Bellis estaba sometida a un gran esfuerzo, pero no desfallecía. Ahora traducía sin tratar siquiera de entender lo que estaba diciendo, se limitaba a transmitir lo que se decía, como si fuera un motor analítico que descompusiese y reconstituyese fórmulas. Sabía que para los hombres y mujeres que se inclinaban sobre la mesa mientras debatían con Krüach Aum, ella era poco menos que invisible.

Enfocaba las voces como si fueran música: la mesurada sonoridad de Tintinnabulum, el excitado stacatto de Faber, los danzarines tonos de oboe de un biofilósofo cuyo nombre nunca lograba recordar.

Aum era incansable. Bellis casi caía desmayada por la fatiga cuando se sentaba con Tanner Sack y los demás ingenieros por la tarde, pero Aum continuaba sin aparente dificultad, cambiando su atención de los problemas conceptuales y la filosofía del avanc a los aspectos prácticos que representaba el hecho de atraer, capturar y controlar un ser del tamaño de una isla.



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